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Este último libro de Günter Grass llega predestinado a hacer las delicias de los escopofílicos (en español: voyeurs). Y además con la aquiescencia del autor, que ya desde la primera frase nos invita a asomarnos a su mundo más íntimo, si bien lo disfraza bajo las apariencias de un cuento de hadas: “Érase una vez un padre que al hacerse viejo llamó a reunirse a sus hijos e hijas —cuatro, cinco, seis, ocho en total—, quienes después de mucho vacilar, se sometieron a su deseo”. Grass echa mano de un recurso narrativo inédito, y es hacer dialogar entre sí a sus ocho hijos acerca de la figura paterna.
Ocho hijos. Se dice pronto. Pero vayamos por partes. Del arbusto genealógico del tronco de Grass parten cuatro ramas: los mellizos Patrick y Georg, que con Lara y Thaddäus provienen de su primer matrimonio, con una bailarina suiza. Dos ramas aparte serían Lena y Nana, frutos respectivos de dos relaciones habidas por Grass entre el divorcio de su primera esposa y el casamiento con la segunda y actual. Y a esas seis ramas directas se le suman dos más —Jasper y Paul—, hijos del primer matrimonio de su segunda esposa, a quienes Grass injerta en su familia como propios. Parece complicado, pero no lo es.
Estas son las ocho voces que iremos oyendo a lo largo de los nueve capítulos en que se divide el libro: a veces de a tres, de a cuatro, de a seis, y en el último capítulo, ambientado en un restaurante portugués de pescado, por el puerto de Hamburgo, naturalmente las de todos.
Y Grass ha tenido sumo cuidado en transcribir esos supuestos diálogos, de suerte que el lector siempre sepa quién es quien habla en cada momento.
Curiosamente, el personaje principal de este texto autobiográfico no es el propio Grass sino Maria la fotógrafa, la María Rama a quien está dedicado el libro, y que desempeñó un papel importantísimo en la vida del escritor. Es ella quien posee esa caja de los deseos que sobrevivió al bombardeo y al incendio de la casa donde vivía en Berlín. Ese aparato al que la catástrofe parece haber dotado de virtudes sobrenaturales: cuando fotografía, no lo hace registrando simplemente el tiempo presente sino añadiendo por su cuenta el pasado... o lo que es más fantasmagórico aún: el futuro. Una herramienta, pues, imprescindible para el trabajo de Grass, quien además, según sospechan sus hijos mayores, y lo repiten durante sus diálogos, también pudiera haber tenido un amorío con Maria, tiempos ha.
Llegado a este punto de la reseña, advierto que al lector le puede estar pareciendo un libro con muchos motivos para pasarlo bien con su lectura. Y sí: como entretenimiento está conseguido, y se lo puede disfrutar a largos trechos, gracias a la innumerable cantidad de anécdotas que jalonan los diálogos y permiten asomarse a los entretelones de la creación literaria, y acompañarla... aunque como literatura, es uno de los libros más flojos de Grass. Pero flojo y todo, un nuevo libro suyo siempre es un recreo para la mente y una fuente de conocimientos variopintos que ensanchan nuestra visión del mundo. Gracias, pues, al maestro, que además nos brinda en sus páginas tres conexiones latinoamericanas.
La primera es esa caja misteriosa, que duplica de manera especular (en su faceta de retratar lo oculto) aquellas diapositivas de Cortázar en su cuento El apocalipsis de Solentiname, cuando viajó allá desde Costa Rica, clandestinamente, para saludar a Ernesto Cardenal en su santuario del archipiélago: Julio fotografió decenas y decenas de pinturas de las que hicieron célebres a los habitantes de aquellas islas, pero al revelarlas en París, ¿qué había pasado que las imágenes allí plasmadas no eran los cuadros de Solentiname sino escenas de torturas por los esbirros de la Guardia Nacional del innoble Somoza? ¿qué mutación tuvo lugar en los negativos para que parieran en el laboratorio unas aberraciones que nunca contemplaron?
La segunda conexión latinoamericana es una de las nueras de Grass, una mexicana, e interviene en el diálogo de los hermanos con unas palabras que inauguran el capítulo sexto. Traduzco: “La esposa de Jasper, que se dedica a promover la pintura actual, y a ser una mexicana convicta y confesa, estaba en esos momentos ocupada en meter en la cama a sus dos hijos. Ahora ha puesto en la mesa algo bien picante: carne picada, guisada con chile y con frijoles negros. Acentuadamente seria y esforzándose por parecerse solo de lejos a Frida Kahlo, contempla desde su punto de vista a estos comensales ‘tan alemanes’ y dice: ‘No juzguen a su padre. Estén felices de que aún viva’. Después hace mutis de un modo ostensible. Todos callan, como si debiera desvanecerse el eco de las últimas palabras”.
Last but not least, la tercera conexión latinoamericana aparece en el relato de la muerte de la fotógrafa. Según Paul, el único de los ocho a quien ella admitía en su cámara oscura, Maria no muere sino que es arrebatada en cuerpo y alma a los cielos, como Remedios la bella en Cien años de soledad. Con la diferencia de que Maria no se va llevándose las sábanas de la familia Grass, sino su propia e irrepetible caja de los deseos, con la que hace unas últimas fotos antes de dejarla caer a los pies del atónito Paul. Éste corre a revelarlas en la cámara oscura, y lo que ve confirma los peores augurios del ecologismo catastrofista: toda la comarca donde viven los Grass, a orillas del Elba y entre el mar del Norte y el Báltico, ha quedado sumergida bajo las aguas, apenas si la torre de una iglesia descuella entre las olas.
Ricardo Bada, escritor español. Vive en Colonia (Alemania)
Fuente: http://www.elespectador.com